Los primeros autos importados en la Argentina

Los primeros autos importados en la Argentina

Dos son los primeros automóviles que llegan al país en 1888: uno, importado por don Dalmiro Várela Castex, un triciclo marca “De Dion Bouton“; al otro lo trajo de los Estados Unidos el doctor Eleazar Herrera Motta.

En rigor de verdad es posible que el doctor Herrera haya sido el primero; solamente que a su pequeño “Holzman”, fabricado en los Estados Unidos, no le cupo el brillante historial de su colega “De Dion Bouton”.

Apenas el “Holzman” pisó el puerto de Buenos Aires, fue enviado a Chilecito (provincia de La Rioja), donde tiempo después sería vendido por su dueño a un señor Laprosa en la suma de $ 3.000.
Este señor Laprosa, al poco tiempo, se desprendió del artefacto. Parece ser que alguien le había dicho a su mujer que el auto estaba engualichado. Además, el vehículo no tenía las características de cristiandad necesarias para ser admitido en el místico marco lugareño Laprosa lo vendió a un chileno llamado Erauzin, en la suma de $ 1.500.

El pobre “Holzman” veía decrecer su valor en cada venta; su dueño primitivo, el doctor Herrera, había recibido acres críticas por la introducción en su provincia del endiablado artefacto, que al fin de cuentas no era más que un automóvil eléctrico, accionado por cuatro baterías que se recargaban en una medida muy inferior a la deseada.



Por otra parte, cuando se lo vendió a Laprosa, ya el pequeño vehículo funcionaba poco y mal; después de estar un tiempo debajo de una tapera, el chileno Erauzin sintió la curiosidad de saber qué era y lo compró.

El recibo de venta rezaba así: “He recibido del amigo Nicolás Erauzin la suma de 1.500 patacones por la venta de un carrito a fluido eléctrico que no ha traído más que disgustos, aclaración que hago, para no malquistarme con el amigo Erauzin en el día de mañana. Firmado Agesilao Laprosa.”



Otros tiempos, en los que lo importante no era tanto vender sino quedar bien con el amigo. Parece ser que hasta la presencia del desgraciado “Holzman” causaba resquemores. El insensato Erauzin lo desarmó, y a lomo de mula hizo que cruzara la cordillera. El destino del pequeño automóvil norteamericano era trotar mundo: Erauzin lo llevó a Coquimbo y tuvo que soportar las invectivas de su mujer, que era bastante feroz; por culpa del maldito automóvil recibió como bonificación una terrible paliza, que lo dejó al pobre hecho un trapo. Una vez repuesto de su dolencia, vendió a un paisano el monstruo maléfico, en la reducida suma de 330 escudos.



El relato lo hace don Germán de Navarrete y Concha de la Torre, en un libelo llamado Chileneando, con fecha de 1901. El autor siguió, con los medios precarios que le daba la época, los pasos desgraciados del automóvil viajero y los conflictos que creó sin saberlo. “Así fue como el caballero Erauzin —dice chilenamente don Germán— vendió su carruaje que tantos magullones le había proporcionado, a un marchante santiaguino, quien en cuanto recibió las cajas con los trastos, se abocó a la tarea de armarlos lindamente.



En Santiago mismo consiguió recargar sus acumuladores y el vehículo, que le había comprado al malparado caballero Erauzin, echó a andar con grandes dificultades; los vecinos de Santiago, de ordinario piadosos y afables, comenzaron a mirar con mucha desconfianza.



Pero unos rotitos, pagados no se sabe por quién, hurtaron del carruaje los acumuladores. Leonor Ibarra Videla, que así se llamaba el marchante, tuvo una penosa enfermedad que lo llevó a terminar sus días en el hospicio de Santiago, y el fatal carruaje desapareció.” El “Holzman” de Herrera se esfumó como un fantasma maléfico y privado de un destino para el que había sido fabricado: andar.
Ya vino mal parado, al no poder quedarse en Buenos Aires, pero quién puede saber qué desastres no habría hecho el pequeño “Holzman” en la reina del Plata. Pero don Dalmiro no se conformó con su triciclo “De Dion Bouton”, y ocho años después importó un “Daimmler” con motor a explosión.

Siguiendo su huella otros pioneros se arriesgaron en la prodigiosa aventura del automóvil; entre ellos, Guillermo Feheling, Joaquín Anchorena, Molinari, r Uriburu, Carlos Goffre, Pancho Radé, Marcelo T. de Alvear y otros más que se sintieron atraídos por las ruidosas máquinas.



Con todo, el carruaje de caballos siguió dueño y señor de Buenos Aires. Veamos qué dice al respecto un contemporáneo de don Dalmiro: “Cuando a fines de siglo pasado llegaron a Buenos Aires los harto rudimentarios coches movidos por motores a explosión o vapor, pocos fueron los que extraños a todo escepticismo abrigaron esperanzas sobre el porvenir que les estaba deparado en la Argentina.”



Se consideró aquello de marchar por las calles entre nubes de polvo y apestante humo, algo así como empresa propia de desequilibrados o lunáticos. Ya era mucho para los pacíficos porteños soportar las delicias «de untramway» tirado por caballos, bajo la férula de un mayoral compadre y confianzudo, para que todavía se intentara transformar esas calles de Dios en algo así como un callejón de la muerte.
Es que del automóvil se tenía la peor de las ideas! Todos los males posibles e imaginables, con más el aditamento de la insolencia y altanería de los conductores trajeados con gabanes de pieles y sendas antiparras que se sacaban a relucir cada vez que alguno de aquellos armatostes se interponía en el decurso de una conversación.

Los cupleteras y saineteros dieron por su parte que decir a las artistas, también por descocadas y malhadado producto del extranjero, que con el agrado y aplauso de los mozos alegres, saltaban y pirueteaban en el viejo escenario del casino. Y fue precisamente una de tales damas (la Lola del Cot) quien según un venerable padre de hoy, fue la primera que se atrevió a cruzar el bosque de Palermo a la vera de un «su amigo» infatuado Chaffeur cabalgando una voiturette de aquellas que construía Panhard-Levassor, que, para colmo estaba…



“Con todo, seguían llegando de Europa enormes cajas de madera de las que luego se extraían los más variados y estrambóticos modelos de automóviles, que la entonces indecisa fantasía de los constructores y fabricantes nos enviaban.

Pero como los vistas de aduana, siempre voraces, comenzaran a hacerse lenguas sobre la demanda de esta importación, he aquí que el Ministerio de Hacienda, deseoso de hacer pagar harto caro tal lujo, le asignó un impuesto (Ad Valórem) del 50 %, lo que agregado a las enormes patentes municipales «dictadas con el sanísimo propósito de poner a salvo a la pacífica población de tan endemoniados vehículos (así rezaba la disposición de aduana)», vino a exigir de los entusiastas automovilistas las rentas de un Creso, para solventar tanto impuesto y patentes.

Ya en 1900 la importación de automóviles causó la cifra importante de 129 máquinas, con lo cual el número de las en circulación sobrepasó los cien; por otra parte, a mayor eficiencia en los motores y pericia de los conductores correspondió más firme esperanzas en los aficionados y un algo más de apoyo por parte del público.



Así observaba Penjouret, allá por 1910, el pulso de su época, y escribía el primer libro de automovilismo en la Argentina. Después de este trabajo, técnicamente bastante completo pero históricamente discutible, nada más se escribió en la materia. No puede faltar en esta crónica la figura de otro “sportman“, como fue el barón Antonio De Marchi, quien al frente de laSportiva, actualmente ocupada por el Campo Argentino de Polo, en Palermo, facilitó sus instalaciones para las primeras carreras de autos.

Los incipientes balbuceos de nuestro automovilismo son francamente deportivos; a nadie se le ocurrió a fines de siglo que el automóvil podía ser un vehículo de trabajo.

Por David Gil
Fuente: CIDOA

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